jueves, 3 de octubre de 2013

Capítulo 2; La bici "de mayores"

Tenía seis años. Estaba con mi madre y mis hermanos en aquel parque de Alcalá de Henares. Jugaba haciendo pequeños castillos de arena mientras mi madre no me quitaba ojo. Lo que para cualquier persona que pasara por ahí no dejaba de ser una escena de lo más normal un viernes por la tarde de hace treinta años, de esos en los que los padres trabajaban en una oficina y no disfrutaban de jornada intensiva, para mi fue el día más feliz de mi vida.

Aunque yo estaba tan tranquilo, en mi interior se mezclaban la ilusión inocente de la infancia, no envenenada aun por esa ansiedad que tanto daño nos hace de adultos, con una impaciencia tranquila, serena: como de quién sabe que un gran momento está tocando a tu puerta y nada ni nadie puede chafarlo. Mi padre estaba a punto de llegar pero, digamos, que no venía solo. Venía con aquella preciosa Motoreta Orbea: mi primera bici "de mayor". Una bicicleta que ya no llevaba ruedines ni como opción, de un azul eléctrico que no se me olvidará nunca y una horquilla con unos muelles de adorno que daba aspecto agresivo, como de bici "de mayor"

Una de las cosas que más recuerdo de aquella bici es que era plegable, cosa que me hacía mucha gracia. Me preguntaba cómo era posible que no todas las bicicletas lo fueran. También recuerdo lo mucho que pesaba; y a mi pobre padre subiéndola a un apartamento en Peñíscola . Llevaba, como mucho, diez minutos montando, y cuando le llamaba por el portero automático para que bajara a buscar la bici, mi padre no podía evitar preguntar; -¿ya te has cansado? Y a mi me daba igual. total: yo no la iba a subir.

Una de los momentos más excitantes que recuerdo sobre una bici, y por ende de mi vida entera, es el día en que bajé unas escaleras por primera vez. Ya sabes, sujetas el manillar fuerte y... para abajo. Sin más ¡Me sentía tan poderoso con mi bici "de mayor"! Y eso es precisamente lo que descubrí a bordo de esa pequeña bici; el poder que te daba de atravesar el barrio rápidamente con tus amiguetes. Eran otros tiempos, dirán algunos, y los niños íbamos por las calles de La Rinconada, que así se llamaba mi barrio,  como van ahora los repartidores de propaganda o como van las truchas por el agua; como si tal cosa.

A fuerza de saltar escaleras y bordillos y de que el cuerpo de un niño tiende naturalmente a ganar peso, un día mi Motoreta dijo basta; se partió en dos por su talón de Aquiles, que en el caso de la Orbea azul tenía forma de bisagra; ya te digo, era plegable. Pero por misterios de la vida, o porque se estilaba entonces, llegó mi madre toda resuelta y decidió llevarla a un taller cercano al Simago y a la estación de autobuses, donde un señor pequeño pero con el pelo blanco y pinta de abuelo, al menos a ojos de un niño, se entretuvo en soldarla y pintarla del color que yo quisiera ¡Era tan emocionante! ¡Por fin tendría una bici pintada a la carta! Recuerdo que en esa época sentía una fascinación curiosa por los taxis de Barcelona y por esa combinación cromática como de otro mundo. Dicho y hecho; desde entonces mi Orbea sería amarilla y negra. Y yo tan contento.